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Mundos íntimos. Un esguince de tobillo intrascendente me hizo entender el día a día de mi mamá que tiene esclerosis múltiple

Sábado fue, y borracha me esguincé el tobillo izquierdo volviendo de una fiesta. Como casi todos los accidentes, no ocurrió tratando de hacer nada épico ni arriesgado, tampoco en la pista de baile: me comí una irregularidad del piso y salí volando. Culpo a mis botas nuevas color petróleo. Entonces acá estoy, postrada en mi dos ambientes con balcón, sin ganas de ver otra serie, con cero entusiasmo por la lectura, pero con la esperanza que siempre trae la escritura. Sé que parto del fastidio y un tendón destruido, pero no sé adónde voy.

Me gusta mi vida. Últimamente ando contenta. Hace unas semanas empecé un trabajo como parte de un equipo de guionistas, algo que siempre quise. Con la primera plata me compré el par de botas cortas, punta redonda, taco cuadrado. Me manejo bien viviendo sola, tengo amigas a las que veo con frecuencia. Acabo de publicar un libro y viene una obra de teatro en camino. Estoy empezando a conquistar muchas de las cosas que me hacen una mujer libre, soltera e independiente. Y sin embargo en plena gloria, en el pico de la montaña, en la cresta de la ola, ¡plaf! y al piso.

Daniela Aguinsky y su mamá. Sonrisas pese a los problemas de salud.Daniela Aguinsky y su mamá. Sonrisas pese a los problemas de salud.Sé que una semana no es mucho tiempo, o sí: Para alguien que vive el día a día con ansiedad de qué le deparará su vida personal y profesional, estar una semana en cama es terrible. También soy consciente de que no tengo nada grave, solamente tengo que estar quieta. No creo que sea una desgracia, pero tengo bronca. Me da bronca admitir que no puedo sola. Ya sé, nadie puede solo. Pero tuve la ilusión de casi poder conmigo misma. Torcerse una pierna es para gente con pareja o para alguien que viva con sus padres. Vienen siendo horas solitarias. No me animo a decir aburridas, aunque un poco sí y después no y otra vez sí.

Daniela con la bota ortopédica mientras se recuperaba.Daniela con la bota ortopédica mientras se recuperaba.Pienso mucho en mamá. La esclerosis múltiple no le deja otra que las muletas dentro de la casa y, si quiere salir, silla de ruedas. Ella jamás vivió sola: pasó de la casa de sus padres a la propia, marido incluido. Después vinimos mi hermano y yo, nos fuimos, en algún momento alguno regresó y se volvió a ir. El marido quedó, es ahora una extensión de su cuerpo cuando el suyo no le alcanza. A mi mamá le detectaron EM cuando yo tenía doce años. Un día le empezó a hormiguear el lado derecho de la cabeza, le duró semanas. Nadie sabía que tenía. Tardaron en diagnosticarla. Había poca información y el tratamiento eran unas inyecciones diarias que necesitaban heladera. Su efectividad era baja, pero no había otra cosa. En internet salía solamente un sitio en español que explicaba la enfermedad con dibujos y cómo era vivir con alguien que la transitaba.

En ese momento vi el futuro: no enseguida, pero algún día, a mi madre le iba a dejar de funcionar alguna parte. Siento que saber eso de chica me ayudó. Con el tiempo la enfermedad fue avanzando y pelando los cables de su sistema nervioso. Atacó sus piernas, sobre todo la izquierda, y caminar empezó a ser un desafío. La quietud de estos últimos años no colaboró: Si hace media cuadra es todo un logro. Hay días que puede un poco, otros nada. Cortocircuitos que por ahora no tienen arreglo. Hay nuevos tratamientos, prueba y error, algunos experimentales que da miedo probar. Nada garantiza nada. La ciencia previene al cuerpo de nuevos ataques a sí mismo. El daño hecho es irreparable.

Si la vida hogareña es difícil, salir es como una partida de Jumanji: nunca sabés qué va a aparecer. Antes de ir a un lugar hay que averiguar si es accesible. Un escaloncito entre la baldosa y la puerta puede arruinarlo todo. Esta ciudad es maravillosa por muchas razones, pero no está preparada para la gente que no camina. Los lugares públicos, los comercios, ni hablar la calle. Pensar en eso me hace mal. Las rampas con inclinaciones surrealistas me hacen mal. Los baños bajando y subiendo las escaleras me hacen mal. Me hacen mal las veredas rotas con caca de perro, las puertas angostas, el subte sin ascensor.

Lo peor de todo es el cansancio. Llegar al mismo resultado que alguien sin discapacidad es agotador. Te liquida. Si esta semana aprendí algo es el esfuerzo que pone mi mamá para tener autonomía y lo frustrante que es querer y no poder. Sin ganas es imposible abandonar la cama. Con las ganas no alcanza.

Por suerte mi casa está a nivel. Ayer me animé a salir por primera vez desde la caída para ir a la última clase de la Maestría. En la ducha casi me mato y vestirme fue complicadísimo: primero planear las prendas, agarrar todo lo que me quedara más cerca y luego ejecutar sentada. Una compañera vecina me pasó a buscar en auto y fuimos al centro. Allá, ascensor y después pierna arriba de una silla toda la cursada. Aún con esta ayuda y sin complicaciones aparentes, todo fue muy engorroso: los tres escaloncitos para entrar al edificio art decó fueron dificilísimos de subir y bajar por mi cuenta; ir al baño, una odisea. La gente te ayuda, eso es lindo, pero te tienen pena. Una le puede poner toda la onda del mundo, pero al fin y al cabo para el otro sos la Barbie discapacitada.

La gente ve la silla, me dice mamá siempre y yo le digo que no, que ella no es la silla, que la vea como un accesorio. Pero ahora la entiendo. La discapacidad es algo que entra siempre antes que una, como un prólogo que a todos les da fiaca leer.

Vivís con miedo a caerte. Con miedo a que tu hija te deje caer o no pueda levantarte si están solas. Ella se enoja con vos porque siente que no confiás en ella. Vos te angustiás porque la ves mal, no lo hacés a propósito, querés volverte práctica: que un mozo te ayude a subir el cordón desde el empedrado y no terminar las dos en el piso. Ella se frustra porque no la creés lo suficientemente fuerte y te sale decir: no tiene que ver con vos. Y ella lo sabe, pero le gustaría ser al menos útil, dado que te quiere y no hay curas mágicas ni científicas para esta enfermedad de mierda que no sabemos bien por qué te tocó a vos.

Pero por más difícil que sea aceptarlo a veces, o resulte de lo más impráctico salir a tomar un café madre-hija, las dos siguen, con los ojos húmedos, para adelante y haciendo chistes, porque la otra opción es resignar: no ir a lugares, dejar de manejar, aislarse. Y jurás que la esclerosis no te va a ganar. Porque hay otros momentos en los que el cansancio supera todo y el contacto con el afuera se vuelve casi nulo. Algo de lo cotidiano se pierde, cada salida requiere de una logística, un plan. Las personas que te quieren y acompañan te asisten con amor pero también se cansan y se pueden resentir: lo que no se puede hacer, se dice.

La motricidad gruesa es reemplazada por la vibración de las palabras. Una se vuelve pedigüeña, sin querer. Pero también se vuelve escritora. Mi mamá escribe mucho. Siempre escribió, estudió Letras y con los hijos se pasó al periodismo. Hace poco volvió a taller literario. Tenemos intereses distintos. Hablamos bastante sobre la escritura, es lo que nos une ahora de grandes. Siempre discutimos. Ella se rehúsa a escribir sobre su enfermedad. Le gusta decir que hace ficción pura. Ella es ella, la enfermedad es la enfermedad y la ficción es la ficción, cosas separadas.

La literatura puede ser un escape del cuerpo, ser otros. La posibilidad de que todo sea diferente. Yo le insisto con que use lo que le pasa para escribir, que cada expresión es más o menos biográfica porque sale de una hacia el mundo, que ahí hay riqueza, aunque se termine escribiendo de otra cosa, pero no hay caso. Para ella su esclerosis es una debilidad sin ningún tipo de valor literario.

Las mujeres de esta familia somos testarudas. Entonces caigo. Quizás soy yo la que quiera escribir sobre esto, me afecta a mí también desde que soy adolescente, de maneras que no me doy cuenta y nunca antes lo había expresado en palabras. Ahora que estoy apenas y por un ratito en la tobillera de mamá, puedo entenderla un poco y escribir desde el peso de mi propio cuerpo. Ella no es solamente la enfermedad, pero la enfermedad no la afecta solamente a ella.

Después de clase no fui a cenar con mis compañeros, volví agotada. Sentí cansancio, como de haber estado nadando en las olas toda una tarde de verano, pero sin la satisfacción del ejercicio y las pecas del sol ¡Y mañana otra vez!, me digo, mientras se me van cerrando los ojitos, el tobillito arriba de una almohada. Me hablo en diminutivo para despertarme ternura, quererme. Acá no hay nadie que pueda tratarme con cariño y me las tengo que arreglar como puedo.

Vivimos solos. Quizás demasiado. No creemos necesitar más que un colchón, agua caliente y una buena conexión a internet. Es fácil pedir por celular algo de comida y un poco de diversión. Pero uy, que te mejores! nos vemos cuando se te pase! El cuidado es otra cosa, quizás algo perdido en el mar de la soltería. Si en una de esas tuviera algo más grave, estaría internada o con enfermero contratado. Pero mi pierna derecha sostiene a la izquierda: pega un salto para meterse a la ducha, baja de a uno los escalones, me mantiene de pie mientras subo y bajo las persianas. Lo mínimo para conservarme digna, vital y móvil. Mi papá es la pierna derecha de mi mamá, hace treinta y cinco años, hoy más que nunca. Hace un rato pasó a dejarme unas milanesas con puré y me deseó buena suerte.

Suena el teléfono. Es mi mamá para decirme que la suya, mi abuela, psicoanalista, reina de los hipocondríacos y cartillas médicas, se rompió una rodilla yendo a contestar el teléfono. Entonces la llamo yo para que me cuente. Luego de un golpe, una radiografía que no decía nada, una tomografía confusa, mucha insistencia y una resonancia magnética, ella misma dio con el diagnóstico: microfractura de rodilla. Reposo y silla de ruedas dentro de la casa.

Vivimos todas a menos de diez cuadras de distancia y sin embargo ni mi mamá ni yo podemos asistirla. Ninguna puede cuidar de la otra ¿Qué pasa con las mujeres de esta familia? ¿Deberíamos constelar? Quizás en unas semanas podamos ir las tres juntas a kinesiología. El pie de princesa del que tanto nos jactábamos de generación en generación nos jugó una mala pasada. Calzar menos de treinta y seis debería ser ilegal. Igual creo, sinceramente, que gracias a este accidente mi abuela entiende un poco más a mi mamá. Aunque quizás me equivoco; la suele tratar de pobrecita y eso a mi mamá le revienta. Como mi abuelo sufre de otras afecciones, no le queda más alternativa que llamar a una cuidadora profesional.

Por más de que no sea hereditaria, y esto me lo dejó en claro el neurólogo la última vez que lo visitamos, durante años mi peor miedo fue tener la enfermedad de mamá. Parecerme a ella en cualquier sentido, especialmente en este. Ahora escribo desde la cama con la pierna levantada y tengo una perspectiva tan incómoda como nueva: tanto las similitudes que no me gustan como las que sí, nos vuelven cercanas. En unas semanas la inflamación va a bajar, esto va a ser un recuerdo y hasta me voy a olvidar cuál pie era el lastimado; y también por esto la escritura, otro modo de sacar radiografía. No quiero olvidar como se siente mi mamá todos los días. Me alegra que no esté sola.

En cuanto a las botas, decidí, no voy a volver a usarlas. Están casi nuevas, pero no vale la pena insistir: recién voy a poder volver a usar tacos en un par de meses. Mientras, a seguir caminando, con ortopedia y zapatillas, como mejor me salga.

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Daniela Ema Aguinsky nació en Buenos Aires en 1993. Se formó en cine, letras y periodismo. Es Magíster en Escritura Creativa por la Untref. Durante varios años se desempeñó como redactora de Espectáculos de Clarín. Dirigió La guardia virtual, Huracán Berta y 7 citas de Tinder, entre otros cortos. En 2021 fue ganadora del Segundo Premio Nacional de Poesía Storni por los poemas que aparecen en Terapia con animales (Paisanita Editora), editado también en México y España. En 2023 publicó Mi amante japonés (Eloísa Cartonera) y Aieka (Paisanita Editora). Es traductora de la poeta norteamericana Ellen Bass (Todos los platos del menú, Gog & Magog).

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