Quizá a esta altura de nuestra historia política resulte innecesario recurrir al diccionario de Cambrigde para definir el concepto de doble rasero, pero si alguien se toma ese simple trabajo descubrirá que lo define como “una regla o estándar de buen comportamiento que, injustamente, se espera que algunas personas sigan o alcancen, pero otras no”. Una versión más española y menos flemática alude a no aplicar el mismo criterio de valoración frente a sujetos o grupos distintos, deporte que consciente o inconscientemente los argentinos tenemos internalizado y que utilizamos a diario bajo la idea inconfesable de que poseemos la única verdad, que los contrarios nunca tienen razón y que el fin justifica los medios. Estos días ha proliferado el asombro ante la “crueldad” de los libertarios y el miedo a una “deriva autoritaria”. Hay quienes tienen autoridad moral y mucha razón en expresar esas preocupaciones genuinas y en formular esas alertas tempranas, pero otros las predican desde un movimiento al que no le importó liquidar los bolsillos de los más humildes con una inflación sostenida y que habilitó el gatillo fácil de los delincuentes en las barriadas más pobres: actos de crueldad indecible que devastaron a millones de ciudadanos y que dejaron caliente el caldo de cultivo para que Javier Milei arrasara en las urnas y se alzara con la corona. Se trata de los mismos dirigentes y militantes que coqueteaban con el chavismo, glorificaban los ideales montoneros y soñaban con un Nuevo Orden, que consistía en un régimen de partido único; atacaban feroz e implacablemente a los medios (hasta quisieron poner presos a los accionistas de los principales diarios), intentaron colonizar con fieles el Poder Judicial y adoctrinaron a mansalva en muchas escuelas y universidades. Que estos populistas de izquierda se escandalicen ahora por las acciones insensibles y grotescas del populismo de derecha –al que le admiran en secreto las formas- es un monumental y risible homenaje a la hipocresía.
Que los populistas de izquierda se escandalicen ahora por las acciones insensibles y grotescas del populismo de derecha -al que le admiran en secreto las formas- es un monumental y risible homenaje a la hipocresía
Dicho todo esto, muchos (ex) republicanos también incurren en un doble estándar cuando guardan silencio ante este renovado y salvaje hostigamiento a la prensa (“no odiamos lo suficiente a los periodistas”), cuando el oficialismo le hace bullying a un actor por atreverse a hablar del precio de las empanadas o a un niño de 12 años con autismo; cuando organiza en redes sociales y con medios afines cacerías y linchamientos contra cualquier voz disidente, descuida en nombre del déficit fiscal y el anarcocapitalismo templos de la salud como el Hospital Garrahan y busca demonizar a sus médicos. Cuando desdeña conceptualmente la ayuda a los discapacitados o el financiamiento de la ciencia en general mientras pretende fortalecer los servicios de inteligencia. Cuando el mileísmo elogia y envidia el régimen de un autócrata como Viktor Orban, juguetea con la idea de generar una “hegemonía de derecha”, practica un mecanismo unitario de premios y castigos con las provincias, insiste con que el Congreso es un “nido de ratas” y reina con un sistema de vetocracia que anula el desenvolvimiento normal del Poder Legislativo.
Un sistema bipopulista es la negación de una democracia liberal y también del sentido común: quince años el país teje de día y otros quince desteje de noche
Nada de todo eso hace mella en algunos “republicanos” en vías de dejar de serlo, que habrían puesto literalmente el grito en el cielo si los kirchneristas hubiesen desplegado semejante obscenidad. La coartada que más se escucha en esos lares es algo que ellos colocan por encima de todo: el entusiasmo febril por desmantelar contra reloj el “Estado presente”, que en efecto era un Estado mafioso y en muchos casos inepto, aunque en esa tarea mayor no trepiden ahora en tirar el bebé con el agua del baño. Daños colaterales, ñoñerías, compañeros. Surge aquí un gran malentenido: no hemos cuestionado durante veinte años el peligroso y decadente modelo del peronismo del siglo XXI sino para defender la democracia representativa y la chance de un país normal. A cinco minutos de pintarse de violeta, muchos liberales de dogma economicista se muestran de acuerdo con esta nueva anomalía e incluso con los costos de llevar a cabo la gran faena. Esos costos consisten en acatar con mutismo obediente la jefatura despótica y tolerar el culto a la personalidad, el mesianismo mágico, la antipolítica feroz, el divisionismo como gran metodología oficial y la vocación por quedarse un largo rato en el poder para volver “irreversible” las reformas. Y en este último deseo palpita el gran problema de los argentinos, que se han entregado a una democracia de extremos, donde a un populismo le sucede otro de sesgo contrario. Cada vez que alguien llega al sillón de Rivadavia se siente un redentor y un revolucionario e intenta, en nombre del bien, llevar a cabo regulaciones o desregulaciones tajantes y sin consensos posibles, a lo guapo y a la desesperada. Va convenciéndose por el camino de que el rival es un enemigo apocalíptico al que no se le puede entregar de nuevo la patria, y comienza entonces a pensar cómo eternizarse para que la contrarreforma no llegue jamás; también para conservar sus propios privilegios y protegerse de los juicios por corrupción que comienzan a caerle. Un sistema bipopulista es la negación de una democracia liberal y también del sentido común: quince años el país teje de día y otros quince desteje de noche. Revolución y contrarrevolución nos llevan así a los bandazos, en un rumbo errático donde todo se construye y se destruye rápidamente, como dice la canción. ¿Será por eso que los libertarios sueñan con “Milei emperador”, o que el peronismo alentaba su “Cristina eterna”? Sí, es por eso mismo. Se trata de proyectos absolutistas que no reconocen la existencia y el pensamiento de otras mayorías nacionales –no pueden acordar siquiera las bases de una virtuosa economía mixta, alejada del estatismo cerril y también de la desaparición completa del Estado–, y que cuando les entregan circunstancialmente el voto se autoperciben justificados hasta en sus errores, empoderados para siempre y facultados para apretar el acelerador, para no consultar ni ponderar, ni mucho menos pedir permiso. La polarización de las redes sociales propicia este callejón sin salida, donde unos y otros buscan absorber o destruir el centro, el matiz y la duda, y donde el doble rasero, que es una manifestación de la callada hipocresía, aceita una negación de tribu. Todo en nombre, como siempre, del bien. Como no podía ser de otra manera.