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Javier García Martínez: Si la ciencia no escucha, se convierte en la nueva inquisición

BUDAPEST

La ciencia tiene que escuchar más, generar conversaciones y contar más historias; olvidar un poco el paradigma de “divulgar”, donde los investigadores accedían a ilustrar al vulgo sin tener más que una vaga idea acerca de los intereses de los divulgados. Porque, si no cambia, si sigue con sus recomendaciones estrictas, corre el riesgo de transformarse en una Nueva Inquisición. Esa es la idea central de lo que dirá en esta entrevista Javier García Martínez, investigador español, presidente de la Unión Internacional de Química Pura y Aplicada (Iupac) en el período 2022-2023, y emprendedor: tras una estadía en el célebre Massachussets Institute of Technology (MIT) se fue a Oklahoma para generar una empresa (Rive Technology) que mejora los procesos industriales y los hace menos contaminantes. Tuvo éxito y en 2019 vendió su creación a una multinacional.

Javier García Martínez: “Si la ciencia no escucha, se convierte en la Nueva Inquisición”.

García Martínez –nacido en Logroño, ahora académico en Alicante tras su regreso a España– está convencido de que emprender, pasar por esa incertidumbre de esos años de garaje, casi sin dólares, lo ha hecho mejor científico y hacia allí deben ir los esfuerzos de los investigadores. “A veces los científicos tenemos una visión estrecha de nuestras carreras profesionales”, dirá a La Nación tras participar del World Science Forum de Budapest, donde el tópico central de las discusiones fue “la interfaz de la ciencia y la política en un tiempo de transformaciones globales”, según el lema de las jornadas organizadas por la Academia Húngara de Ciencias, la Unesco y la Asociación para el Avance de las Ciencias (AAAS) de los Estados Unidos, entre otras entidades globales.

¿Qué hace la Unión Química y por qué es importante?

–La Iupac es la organización mundial que gobierna todos los aspectos de la química, que nos da un lenguaje, que ordena la tabla periódica, que crea estándares a la hora de medirlos. Nació en 1919 y si no existiera habría que crearla, porque hasta bien entrado el siglo XX no había un lenguaje común que aceptáramos los químicos. Esto es muy inusual: imagínate si en las matemáticas o en la física no se hubieran puesto de acuerdo respecto de cómo indicar la suma o la división. Es una organización que tiene muchísima visibilidad porque todos los estudiantes del mundo, cuando se enfrentan por primera vez a la química, estudian la tabla periódica, la nomenclatura, lo básico en lo que nos hemos tenido que poner de acuerdo, los nombres de los elementos y las sustancias. Y es una organización que hace muchas más cosas, como financiar más de 180 proyectos internacionales. Tenemos papel en el futuro al trabajar con Unesco y el Consejo Mundial de Ciencia en temas de educación para asegurarnos de que la química forme parte de los nuevos retos del mundo, particularmente los objetivos de desarrollo sustentable.

¿Son 180 proyectos de investigación puramente de química?

–Hay de todo. Cualquier persona en cualquier momento puede solicitar financiación, siempre está abierta la convocatoria. Pedimos que sean proyectos multinacionales; hay de educación, por ejemplo, hemos organizado el año internacional de la química y el año internacional de la tabla periódica. Hay científicos, como el proyecto de usar el pensamiento sistémico para conectar la química con otras ciencias, con el empleo, la industria, la salud, el medio ambiente: las mejores mentes del planeta tratando de hacer que la química sea más relevante, cómo enseñarla mejor y comunicarla mejor. El de la Unión es un trabajo voluntario, somos 16.000 y ninguno cobra, ni siquiera el presidente. Dentro del Consejo mundial de ciencias estamos junto con otras como la Unión de matemática, la de física y la de biología, por ejemplo.

«Me fui a Oklahoma, viví la incertidumbre de esos “años del garaje”, como dicen en Silicon Valley, de estar con pocos medios y con muchas ganas»

Además, trabajaste en diversas empresas, así que sos un químico aplicado, digamos. ¿Cómo es esa experiencia de dar el paso de la teoría a la práctica?

–Era muy joven, estaba haciendo el posdoctorado en el MIT y me di cuenta de que la ciencia, aparte de ayudarnos a entender el mundo, también resuelve problemas muy concretos. Una de las formas de hacerlo realidad es creando empresas. Hice un descubrimiento importante sobre catálisis, y me di cuenta de que había una potencial aplicación comercial, una oportunidad de negocios. Entonces patenté la tecnología en el MIT y decidí dar el salto, dejar la academia y crear mi propia empresa. Me fui a Oklahoma, viví la incertidumbre de esos “años del garaje”, como dicen en Silicon Valley, de estar con pocos medios y con muchas ganas. Fueron años muy importantes para mi formación, me permitieron ver aspectos de la química que de otro modo no hubiera visto nunca. Al final conseguimos 80 millones de dólares de inversión, contratamos 50 personas y en 2019 pudimos vender la empresa a una gran multinacional que ahora comercializa nuestros catalizadores por todo el mundo, lo que contribuye de forma muy notable a la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero.

Defendés que los investigadores deben emprender.

–Para mí fue increíble vivir esto de primera mano. Creo que los emprendedores son los grandes agentes de transformación del siglo XXI, aquellas personas que no solo hacen grandes descubrimientos, sino que además nos los ponen al alcance de todos, están transformando el mundo. Space X, Tesla, Nvidia, OpenAI son empresas no tecnológicas, sino de ciencia, es decir, fundadas por científicos con grandes laboratorios que hacen ciencia de frontera y de ahí salen productos de los que todos nos beneficiamos. Eso lo he vivido y me encanta comunicarlo porque creo que a veces los científicos tenemos una visión estrecha de nuestras carreras profesionales.

Sin irnos a cuestiones demasiado técnicas, ¿cómo fue el descubrimiento del catalizador y para qué tipo de proceso industrial sirve?

–Lo que hicimos fue aplicar nanotecnología para introducir una porosidad más amplia en el interior de los catalizadores de tal forma que todo tipo de moléculas pueda viajar por una especie de autopistas moleculares que creamos, llegar a los sitios activos y transformarse. Abrimos las puertas de las catálisis a procesos que antes eran inaccesibles porque las moléculas, al transformarse, eran muy grandes. Hoy se usa en grandes procesos, como craqueo catalítico, hidrocraqueo, transformación de biomasa, síntesis de intermedios farmacéuticos, y tiene muchísimas ventajas. En estos procesos se genera mucho dióxido de carbono y, como nuestro proceso es más eficiente, reduce tanto el CO2 como los residuos. Generamos más producto y menos residuos, lo que es bueno para los negocios y para el ambiente, por eso la empresa fue un éxito y el proceso se usa en todo el mundo.

¿Todo eso lo lograste solo o en el laboratorio con un grupo de investigadores?

–Básicamente solo, fundé la empresa también en soledad. Fue durante mi posdoctorado en el MIT que me di cuenta de que se podía hacer. Y ellos en el MIT me ayudaron muchísimo a formar ese primer equipo, donde había un economista, luego un profesor del MIT que se convirtió en el primer CEO de la empresa. Pero la empresa la hice yo cuando me di cuenta de que había que dejar la comodidad y el privilegio del MIT e irse sin ningún recurso a ver si esto tenía visos de realidad. Ser emprendedor me ha hecho mejor científico y mejor profesor tras esa etapa en el garaje. Como científico, cuantas más áreas toquemos, por ejemplo, hablar con periodistas, comunicar la ciencia, asesorar gobiernos, enriquece a la ciencia, para salir de la visión estrecha y la visión romántica del científico. Nos damos cuenta de que nos abre muchas puertas y depende de nosotros no transitar caminos.

¿Por qué Oklahoma, por la industria petrolera?

–¿Por qué la gente deja todo y se cambia de país o de estado?

No sé.

–Siempre es por una persona, ¿verdad? Esa persona era un señor muy mayor, Marvin Johnson, al que contacté con más de 70 años; él era el experto mundial en lo que yo trabajaba desde lo práctico. Estaba retirado entonces (ahora ya murió). Él había llevado tecnología al mercado, así que le escribí y le dije que tenía esta idea patentada y le pedí trabajar juntos. El tenía la credibilidad, los contactos y el conocimiento práctico de los que yo carecía. Me fui, los dos cobrábamos lo mismo: primero absolutamente nada, después un poquito, y me ayudó mucho porque yo no sabía nada de lo industrial. Por eso digo que esos fueron años tan formativos para mí. En vez de trabajar con otro académico trabajé con alguien que ya había comercializado muchísimos productos. Eso fue de 2005 a 2007. Después construimos una planta en la costa este norteamericana. En 2012 empezó a usarse a escala y vendimos en 2019.

¿Y desde entonces volviste a la academia?

–Ya en los últimos años en Oklahoma empecé a volver, a escribir artículos de comunicación sobre la idea de ser investigador y emprendedor. Esto se ve cada vez más. Los científicos, o los químicos en particular, son fundadores de nuevas empresas. Muchos de los grandes científicos de nuestro tiempo, sobre todo en los Estados Unidos, MIT, Stanford, Cambridge, son los que empujan la frontera del conocimiento y crean nuevas empresas. Son descubrimientos que pueden cambiar las cosas. Y se ve cada vez más. Volví a España con un contrato Ramón y Cajal para reincorporar talento.

No solo comprender el mundo, sino transformarlo, como decía alguien.

–Correcto, exacto. Lo contrario de ese chiste que muestra a un profesor universitario en una torre de marfil y dice “ya entendí el mundo, ahora arréglalo”, y mandaba a alguien. Ya no es así. El mojarse, mancharse las manos, da autoridad también para hablar.

¿Qué está haciendo mal la ciencia a la hora de comunicarse con el gran público y qué debería modificar?

–La ciencia tiene mucho prestigio. Y las encuestas en todo el mundo así lo demuestran. Está entre las profesiones que generan más confianza, porque mejora la calidad de vida, la economía y el entendimiento del mundo en general. Pero en los últimos años se está produciendo una desconfianza muy grande en la ciencia. No por sus métodos, no por sus postulados, sino sobre todo porque se utiliza para llevar a cabo políticas que, aunque necesarias, algunos perciben que limitan nuestras libertades. Esto, animado por redes sociales e intereses políticos, está generando una desconfianza preocupante que, de hecho, es uno de los motivos por los que nos juntamos 1200 delegados en el foro de Budapest para hacer un llamamiento por la confianza de la ciencia. Es un tema que nos preocupa.

¿Por qué no hay confianza o cada vez menos en ciertos sectores?

–Seguramente porque no estamos comunicando bien. Porque nos utilizan: en el asesoramiento científico se selecciona, por parte de los políticos, una parte de la agenda y no se toma de forma integral. En general la ciencia comunica a través de la divulgación, que está bien pero no atrae suficiente atención a veces en un mundo con tantas voces que reclaman atención. No es atractiva porque no muchos quieren escuchar, sino dar su opinión y participar. Por eso creo que hay que pasar de la divulgación científica a la conversación científica. Insisto en una idea: esta conversación no implica claudicar en principios de la ciencia; lo que sabemos por la evidencia, lo sabemos.

¿Hacen falta más intercambios?

–Esta conversación con la sociedad que propongo es algo más madura que la divulgación que es unívoca, implica hablar desde el púlpito, donde uno entiende limitadamente la complejidad de lo que yo sé y vos no. Por eso no es tan efectiva hoy. Nos falta contar historias, empatizar, comunicar desde la emoción y, sobre todo, escuchar. La escucha es el siguiente reto de la comunicación científica. Lo primero es conocer a la audiencia, a quién le estoy hablando. En un evento de divulgación, ¿cuánto gasta el científico en entender sobre la audiencia, preguntar quiénes son, qué saben? Nada. Es indiscriminado. En lo que propongo, con una escucha activa, quiero oír al interlocutor, saber qué sesgos o ideas tiene, y luego esa comunicación desde la empatía, qué te preocupa, qué querés conocer, no lo que yo quiero contar. Yo puedo explicar qué es un catalizador, pero quizá el público no quiere saberlo. El otro fallo es intentar convencer con datos. Los datos apoyan nuestras hipótesis, pero no convencen. Mi lema es que tener razón no significa convencer. Ese es el problema.

«Lo que vivimos los científicos es el síndrome de Casandra, la maldición de ver el futuro, avisar del caballo de Troya, pero que nadie lo crea. Ese es el dolor de los científicos ante el cambio climático, saber lo que ocurre y que no nos hagan caso»

¿No significa claudicar ante los discursos emocionales sin contenido científico?

–Hay dos niveles de comunicación. Cuando hablo con colegas sobre mi campo de investigación, ahí la emoción no tiene nada que ver. La ciencia se apoya en la razón y las evidencias. La emoción no cuenta aquí. Justo estaba escribiendo un artículo con puros datos, donde no importa el interlocutor. Pero si tenemos un problema de confianza, si no conseguimos que nuestras recomendaciones se pongan en marcha, si a la gente no le interesa la ciencia, ¿no será que aparte de tener razón y los datos habría que comunicar de otra manera? Para comunicar de forma efectiva hace falta emoción, conocer al interlocutor y contarle historias. No quiere decir que lo que vaya a defender no sea riguroso, no quiero claudicar de mis principios. Pero tengo que ser consciente de que en esta batalla por la persuasión si no convenzo, no tengo impacto. Hay que llegar a la sociedad, de manera de respetarla. Hace falta que haya una relación más sana. Porque yo sé de algunos campos de la ciencia, pero de otros no. En la divulgación sólo está mi voz.

Para ir a ejemplos: comentabas recién que ciertas recomendaciones de la ciencia iban contra la libertad individual. Pienso en el Covid-19, donde pasó eso, y en el cambio climático, algunas de cuyas soluciones van en contra de la libertad absoluta de seguir contaminando. ¿Qué podría haber hecho distinto la comunicación científica?

–Cuando los científicos hacemos recomendaciones, o asesoramiento para políticas públicas, es necesario que haya independencia de los científicos. Y que el proceso de asesoramiento sea transparente, que no se elijan aspectos de la ciencia para ejecutar ciertas políticas. La ciencia dijo “estos son los hechos y esto puede pasar con distintos escenarios”. Tratar a la sociedad de forma madura y explicar por qué se tomó una decisión, con sus ventajas e incertidumbres. No puede ser que los políticos tomen parte de lo que dice la ciencia para justificar decisiones. Es más maduro contar qué dice la ciencia, y si son medidas difíciles, contar las consecuencias de no aplicarlas para incorporar lo emocional. En el Covid faltó explicar que la ciencia estaba detrás de las soluciones también, y que sabíamos cuál era el agente responsable de la enfermedad gracias a la ciencia, porque identificó al enemigo.

¿Y con el cambio climático?

–Misma idea. Sabemos cuál es el origen del cambio climático: nuestra acción sobre el ambiente. ¿Cuáles son las medidas? Se basan en explicar varios escenarios, qué pasa si mantenemos los niveles de consumo actuales, y generar una conversación sobre qué tipo de futuro queremos dejar. Implica aceptar un público maduro; que, si no, es que no creemos en la democracia. Lo otro sería decir “vamos a no contarles la verdad, a no involucrarlos, sino a imponer medidas y a usar a los científicos para que me den la cobertura moral y racional”. Dicho esto, si hay estado de alarma a veces se toman medidas urgentes. Pero la ciencia es mucho mejor si explica qué conocemos, las alternativas… y que la gente decida. Eso fortalece la democracia.

A veces hay quejas de que el discurso de la ciencia es apocalíptico, pero sucede que por momentos las situaciones lo son, como pasó hace muy poco en Valencia.

–Estamos de acuerdo. ¿Tenemos escenario apocalíptico? Sí. ¿Nos están diciendo los científicos que con los aumentos de temperatura viviremos mucho peor? Sí. Con todo eso estoy de acuerdo. Lo que quiero transmitir es que no funciona asustar a la gente, decir “esto se va a acabar”. No. Porque la gente no piensa en veinte años, sino en mañana. Y si mañana puede usar el coche y no ve las consecuencias inmediatas, ese lenguaje apocalíptico no funciona. Es como la historia de Pedro y el lobo, de tanto decir que venía el lobo, cuando vino de verdad nadie le creyó. ¿Cuántas veces podemos decir que se acaba el mundo? Si ese mensaje no funciona… no digo que no sea cierto, sino que hay que ver qué funciona en comunicación. Parece mentira que se lo diga un científico a un periodista.

Quizá hay algo de la naturaleza de negar la realidad, tanto más cuanto peor es, como en el ejemplo clásico de la orquesta del Titanic.

–Analicemos quiénes se resisten al cambio. Las empresas que tienen incentivos, las petroleras van a seguir tocando hasta el último día que puedan. Una señora de 90 años sin hijos quizá tampoco tenga incentivo para cambiar. Pero personas jóvenes con hijos o científicos que saben qué se viene… ¿Comer menos carne, tomar menos aviones? Cuando la ciencia les dice a las personas lo que tienen que hacer se convierte en la Nueva Inquisición. El lenguaje de la ciencia, cuando es apocalíptico, con su connotación religiosa –”todo lo bueno de la vida es malo para ti o es malo para los demás o para el ambiente”–, pierde. ¿Qué es bueno? Prácticamente nada: “Hacer deportes, comer menos, no uses el avión”: es un lenguaje de prohibición. No es donde quiero estar desde lo comunicacional, sino en el lugar de resolver problemas, dar sentido al mundo, mejorar la calidad de vida. ¿Por qué la gente juega a la lotería o toma alcohol? Porque valora otras cosas que son emocionales, todo el mundo sabe que las chances de ganar la lotería son ínfimas, pero valora la esperanza. Eso es lo emocional a lo que me refiero.

¿Le falta optimismo, esperanza y placer a la ciencia entonces?

–Por supuesto. Eso es lo que hace que la gente se mueva. Si hacemos sentir culpable a la gente somos la Inquisición. Ocupamos un lugar de la moral que antes era de la religión. Eso nos pone en una situación compleja.

Pero pongamos otro ejemplo: la epidemia de VIH-sida. ¿Qué pudo hacer entonces la ciencia, sino recomendar ciertas profilaxis a la hora del sexo que restringían libertades en pro de la salud pública?

–Obviamente hay que tener prácticas de protección, un sexo responsable. No es que no te voy a decir que hay que usar preservativo y listo, sino saber a quién le hablo para que mis recomendaciones, que son las mismas, lleguen más. Luego, hay que ir a las soluciones, no prohibir el sexo sino ver cómo se puede hacer, cuáles son las alternativas para asegurar la salud. Recomendar cosas que se puedan hacer, no asustar y dar soluciones en el marco de la realidad. Lo que vivimos los científicos es el síndrome de Casandra, la maldición de ver el futuro, avisar del caballo de Troya, pero que nadie lo crea. Ese es el dolor de los científicos ante el cambio climático, saber lo que ocurre y que no nos hagan caso. Casandra les gritaba a Príamo y a Héctor sobre el apocalipsis y no era oída. Casandra no escuchaba, gritaba. Decía la verdad, pero de gusto. Tener razón no significa convencer. En democracia a veces te convence el que no tiene razón. Este es el mensaje central.

A Casandra le faltaba un asesor de comunicación.

–Tenía que darse cuenta de que fallaba. Le faltó estrategia.

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