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Carlos Menem: un líder que confrontaba pero no hería

Carlos Saúl Menem volvió a la Casa Rosada con un busto tardío. Mármol blanco en platea preferencial para restituirlo en el panteón de la historia, acto reparatorio que el kirchnerismo había obstruido, más allá de toda disposición reglamentaria, con la obstinación propia de quienes construyen política con el hábito de pisotear memorias ajenas. El caudillo riojano se había vuelto palabra prohibida en el palacio del poder desde que en 1999 le entregara los atributos de mando a Fernando De la Rúa, un cuarto de siglo atrás.

Ahora, al cumplirse 35 años de la elección que permitió su llegada a la Presidencia de la Nación, luego de imponerse al radical Eduardo Angeloz, el presidente Milei decidió honrar su memoria en un acto en el que no se privó del abuso de las alabanzas (“El mejor presidente de los últimos 40 años”) y al cual Zulemita Menem, quien llegó a ser “primera dama” ante las turbulencias del matrimonio de su padre con Zulema Yoma, le puso una cuota de ternura al definir a “su papi”, como solía llamarlo, de una manera que de algún modo se ajusta más a la realidad (“fue un caballero de la política”).

La definición va más allá de sus audaces decisiones de gobierno, de sus mudanzas políticas ajenas al credo peronista, al que pertenecía y el que lo llevó a la Presidencia, o de las hipérboles de algunos de sus discursos y derrapes verbales como el que sorprendió a un grupo de alumnos de una escuela rural en Tartagal, a quienes informó sobre unas “naves espaciales” que “desde la estratósfera” permitirían el traslado a Japón, Corea o cualquier otro lugar del mundo en un par de horas.

Menem fue muy criticado por sus políticas, pero rara vez por su condición humana. Confrontaba, pero no hería.

Le dedicó su vida a la política, actividad que ejerció más de cincuenta años, a la que tributó con una ambición poco usual. Si amó la política, amó más al poder, que es uno de los modos de ejercer la política. Sin embargo, el poder no manejó su destino, al contrario: él supo usarlo en beneficio propio para brillar allí donde fuere en sus años de gloria.

Lo usó, sobre todo, para protegerse de las causas judiciales, que lo acosarían a partir de sus gestiones y que lo pondrían preso por un tiempo una vez que dejó la presidencia, debido al escandaloso contrabando de armas en el caso de Croacia y Ecuador, al que le siguieron la explosión de la fábrica de Río Tercero, el nunca probado encubrimiento por la voladura de la AMIA, el peculado y la inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos y la venta del predio de La Rural. La reparación histórica y el agasajo del busto fueron por su trayectoria y gestión, no por su prontuario. Milei, como promotor de la reivindicación, supo tomar el camino indicado ante esa bifurcación.

Gobernó el país una década (1989-1999), luego de reformar la Constitución, que vedaba la reelección, mediante el llamado “Pacto de Olivos” con Raúl Alfonsín. Comprendió que el arte de la política era la negociación y una buena cintura para adaptarse a los cambios de época, más por intuición que por conocedor del pensamiento, las teorías políticas innovadoras y los sustentos ideológicos del mundo de las ideas, que no cultivaba con especial esmero. Fue justamente lo contrario al manual convencional del hombre de estado: un intuitivo, un pragmático, portador de un carisma que le permitió transitar sin mengua de su popularidad desde la estampa caudillesca de los guerreros del siglo XIX, como su imitado Facundo Quiroga, hasta su porte de político moderno y ejecutivo, lejos del poncho, las patillas y la compañía molesta de los principales caciques sindicales que se resistían a sus políticas de privatizaciones (con YPF y Aerolíneas como “joyas de las abuela”) y reforma del Estado, algunas de ellas reconocidas, no así sus consecuencias sociales, años después y antes de Milei, por analistas, historiadores y una parte de la dirigencia política y empresarial.

Hizo de la política un show, una hoguera de vanidades, una comarca de amoríos y chismes de alcoba que habían nutrido sus noches porteñas ya desde antes de la llegada al poder. Supo ver que la política era también una representación, cierta puesta actoral y transgresora que cautivó a buena parte de la sociedad y los medios.

Llevó la farándula a la Quinta de Olivos, donde pasaba largas noches de póquer y otros azares de los juegos y la vida. Fueron los tiempos de la “pizza con champán”: mientras decidía privatizaciones, ponía en venta buena parte del patrimonio estatal, desmantelaba los trenes, abría las puertas a inversores extranjeros en las empresas del Estado y abrazaba las desregulaciones económicas, tejía una red de lealtades que le darían músculo y credibilidad a sus reformas. Tanto que llegó a ser reelecto cuando la desocupación trepaba al 18%. La convertibilidad de Domingo Cavallo le daría el oxígeno necesario para su segundo mandato.

Armó gabinete, como reconoció Milei, con políticos de trayectoria y prestigio, más uno que otro arribista que impregnó con escándalos su gestión en tiempos de brillo. Entre los primeros, se ubican Carlos Corach, Guido Di Tella, Italo Lúder, Oscar Camilión, León Arslanian. Gustavo Beliz, Antonio Salonia, Eduardo Bauzá. Más el respaldo vital de Eduardo Menem para manejar no sólo el Senado, sino el Congreso todo, con el mérito de generar consensos y equilibrar los tironeos de gobierno y oposición.

Crispó a los peronistas de raza por su encomio en enaltecer a emblemas del más rancio anti peronismo, como el almirante Rojas y Alvaro Alsogaray, con quien pactó una alianza de gobierno al llevar a su hija María Julia al estatus de poderosa ministra de época y sex simbol de “las chicas liberperonistas”, junto a Adelina Dalesio de Viola, del semillero de la UCeDe. No fue por esas vecindades que hicieron dudar sobre su lealtad al justicialismo, sino precisamente por su condición de peronista que la dictadura lo tuvo preso durante casi todo el tiempo de muerte y persecuciones, con prisiones y modalidades cambiantes.

Las urnas fueron siempre su fortaleza: tres veces gobernador de La Rioja, dos veces presidente de la Nación, senador por su provincia, aunque protegido en su tiempo final por el kirchnerismo, que le facilitó el resguardo de los fueros a cambio de que levantara sus manos para votos estratégicos. Vueltas de la vida: terminaría sus días como mala palabra para el kirchnerismo, justo él que había merecido la lisonja de Néstor Kirchner en términos parecidos a los de Milei. Más exagerados aún: “El mejor presidente de la historia”. Un hombre de la prehistoria de la casta a quien, con lo bueno y lo malo, Milei le colgó una condecoración post mortem. Un busto en la Casa Rosada.

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