Era una hermosa tarde de verano. En la rutina estival, cuando empezaba a caer el sol, lxs chicxs nos entregábamos a las escondidas y no queríamos que terminaran nunca. Como estábamosde vacaciones, no nos obligaban a volver a la casa temprano para bañarse y cenar. Por suerte, la hora de juegos se extendía un poco más.
La tarde que recuerdo era cálida. Había niños por donde una mirase: corriendo, saltando, riendo, gritando. ¡Éramos un montón! Una banda, como se dice ahora. Yo tenía unos 10 u 11 años. Estaba en esa edaden que moría por ser más grande, crecer, y al mismo tiempo, vivía con nostalgia el fin de la infancia: todavía me quedaba algo de esa inocencia de mirar los dibujitos mientras tomaba mi merienda favorita: un vaso de chocolatada y dos rebanadas de pan blanco tostado con manteca y mucho dulce de leche… ¡Qué rico!
Don Alberto cortaba el pasto y el olor inundaba el aire perfumándolo intensamente. Siempre me gustó el olor a césped recién cortado. Me transporta a esa época. Los grillos cantaban y los bichitos de luz se empezaban a prender y apagar. Otra jornada que nos regalaba un atardecer de esos que invitaban a estar afuera. Una brisa ligera aliviaba las altas temperaturas del día. En el recuerdo de mi infancia, los veranos eran calurosos como los actuales (quizá sea una ilusión causada por la memoria). Lxs vecinxs comenzaban a sacar sus reposeras y sillas a la vereda: en mi barrio era una ceremonia habitual de los días de calor (en especial, de los veranos) tomar fresco, charlar de las noticias del día o de cualquier otra cosa con otrxs vecinxs y ponerse al día con los últimos chismes del barrio. Como dice el dicho: pueblo chico, infierno grande.
Hasta entonces, todo sucedía con la normalidad de siempre. De pronto, escuché a lo lejos el sonar de unos tambores. Me acuerdo de haber estado girando un rato, tratando de rastrear la fuente de ese sonido tan atractivo para mí .Dejé a los otros chicos y salí corriendo hacia la parte trasera de mi casa. La música se intensificaba: a los tambores se le sumaban trompetas y redoblantes. Cuanto más me acercaba, más me hervía la sangre.
A unas cuadras de casa, comenzaba Los Pinos, un barrio popular de casitas muy bajas, con techos de chapa, como el barrio 31 en sus comienzos. Lo que llamaban villas. El barrio estaba dividido en dos por una calle central que funcionaba como una peatonal. Al llegar, vi que un grupo enorme de personas se agrupaba al inicio de esa calle. Mi curiosidad era aún mayor, me sumergí entre la muchedumbre para ver qué causaba tanto interés. Como a mí, esos sonidos provocaban alegría y ganas de bailar. Estaba desesperada. Me metí a los empujones entre la gente y llegué al frente. Me encontré con una batucada enorme, todxs tocando encendidxs, unos murgueros bailaban y tiraban pasos como si estuvieran poseídos y en medio de esta locura, detrás de la murga y frente a los parches, la vi a ella, radiante, hermosa, con su melena de rulos color castaño. No pasaba de sus hombros, pero era muy vaporosa. Los shorts blancos resaltaban su piel color aceituna. Una pupera azul Francia completaba el outfit. Era un junco que se contoneaba sensualmente al son de la música. Mis ojos no acreditaban lo que veían. Pregunté: ¿quién es? La Raulito, ¿no la conocés? Me respondió la Marcelo, una marica amiga. Mi cara de sorpresa lo decía todo. ¿Qué? ¿Es un chico? Sí, boluda. Nunca había visto a nadie así, era maravillosa. Con la Marcelo la perseguimos las 10 cuadras que duró el ensayo.
Ensayaban para los carnavales. Eran “Los Dementes De La Loma”, una murga muy conocida en la zona. Faltaban pocos días para los carnavales y donde yo vivía había un corso que reunía a gente de muchos barrios vecinos. Eran súper divertidos: los asistentes caminaban por las 10 cuadras que se preparaban con luces y guirnaldas, los vendedores ambulantes vendían nieve, bomberos locos y comida rápida. La música sonaba fuerte, la gente iba y venia sin celulares disfrutando de la experiencia .Éramos verdaderamente libres. Ahora que lo pienso, era un poco peligroso. Los padres se desligaban de nosotrxs, los niños andaban solos por todos lados. Hoy, con hijxs, me resulta increíble pensar lo inconscientes que eran los adultos. ¡Quizás estaban hartos! También lo entiendo. Eran otros tiempos, no sé si menos peligrosos: eran todos vecinos y antes la gente confiaba en los demás. Había más contacto: no estábamos alienadxs.
Me gustaba ir al corso con la Marcelo porque podíamos mariconear tranquilas. Era mi único amigo gay. Ese sábado anunciaron a “Los Dementes de la Loma” y con la Marcelo enloquecimos porque queríamos ver a la Raulito montada. Habían pasado dos comparsas: eran como las 3 AM y no llegaban. Cuando habíamos perdido la esperanza, escuchamos por los altoparlantes que la próxima serían Los Dementes. Con la Marcelo corrimos a donde estacionaban los micros para ver el de las travestis: siempre era el último coche. No teníamos la certeza de que la Raulito se encontraba ahí y era imposible ver, ya que cubrían las ventanas con los espaldares de plumas. Era una especie de camarín sobre ruedas.
Como en el teatro de revistas, las transformistas y travestis que desfilaban se ubicaban de acuerdo con la antigüedad en la comparsa: las más nuevas siempre iban primeras para romper el hielo con el público. Esa noche, se abrieron las puertas y la primera en bajar fue la Raulito. Con la Marcelo nos quedamos mudas. Se veía despampanante y solo llevaba un bikini diminuto de flecos naranja y amarillo.Estaba hermosa, la gente que se agrupaba para contemplarla como nosotrxs gritaba y aplaudía. Era muy loco todo, porque los mismos que durante el año les gritaban a las travestis cosas feas en la calle, en los carnavales las trataban como si fueran Moria y Susana.
La Raulito lucía increíble porque estaba estrenando cuerpo. Años más tarde, me enteré de que esa noche inauguraba caderas de silicona. Una trava más grande le había aconsejado que se pusiera cuerpo para ser más atractiva. Para mí no necesitaba nada: era fabulosa. Ese cuerpo de silicona líquida, con los años, la llevaría a su muerte.
Esa noche fue una de las más felices de mi vida. Yo siempre la asocié a los corsos y lo que generaban en las personas. Para la gente humilde, que jamás se iba de vacaciones y todo en su vida era trabajar, tratar de llenar la heladera y tener un plato de comida caliente en una Argentina que explotaba de inflación (era la época del Plan Austral), esos espacios populares eran un lugar donde socializar, donde reían y disfrutaban. Eran momentos para ser felices.
Mi felicidad de esa noche, sin embargo, no fue producto del corso en sí; fue porque al ver a la Raulito me vi a mí. En el fondo de mi ser, sabía que ese iba a ser mi destino. Nunca supe su nombre de mujer y no me interesa saberlo.Solo quiero decirle gracias a la Raulito: fue el espejo que yo necesité.
¡Feliz carnaval para todxs!