No aporto nada al universo del conocimiento ni mucho menos al de la filosofía si digo que el tiempo no se puede detener. Ni controlar. Simplemente, pasa. Pero sí es verdad que hace miles de años, el ser humano ha aprendido a medirlo. Y uno de los primeros instrumentos que utilizó para ello fue el reloj solar, un sencillo pero a la vez sofisticado instrumento que se vale de una gnomon (varilla) que proyecta la sombra del sol sobre un panel con inscripciones numéricas para poder descifrar la hora.
Me valgo de esta introducción pomposa para hablar de un uno de estos relojes que todavía se encuentra, aunque maltrecho, en territorio porteño y que hace algunos años fue protagonista de un muy curioso incidente. Me refiero al reloj solar de la Plaza Lavalle, cuyo origen data de una remota primavera.
Sucede que, en septiembre de 1937, si bien la mencionada plaza ya existía, se inauguró una ampliación que comprendía la manzana donde por muchos años había estado el palacio Miró, delimitada por Viamonte, Talcahuano, Córdoba y Libertad.
Al mismo tiempo en que la plaza se ampliaba, en los talleres del Servicio Hidrográfico del Ministerio de Marina, un grupo de trabajadores construía un elegante reloj de sol. De forma rectangular, elaborado en mármol y con una plancha graduada y un gnomon de bronce, el dispositivo que utiliza al astro rey para medir las horas fue ofrecido por el ministro de Marina, contralmirante Eleazar Videla, al intendente de Buenos Aires, Mariano de Vedia y Mitre, para que este colocara el aparato donde lo considerara oportuno.
Entonces fue cuando el alcalde porteño, que recibió el obsequio en noviembre de 1937, decidió emplazar el reloj en la nueva manzana de la Plaza Lavalle, más cerca de Talcahuano. El objeto fue recibido con beneplácito por los vecinos y se convirtió pronto en parte del paisaje cotidiano. Por ello, para todos fue un hecho traumático cuando, a comienzos de junio de 1942, el reloj desapareció. Alguien lo había sustraído sin dejar el mínimo rastro.
Tras una intensa búsqueda, los policías habían perdido toda esperanza de dar con reloj. Pero el 19 de junio se hizo presente en la comisaría 17° un tal Amadeo Mejuto, que traía consigo el aparato desaparecido. El hombre lo había encontrado al salir de su hogar, en la calle Arenales al 1800, y había decidido entregarlo a la ley. Para sorpresa de los agentes, el reloj llegaba con un papel adherido, que contenía un manuscrito anónimo.
Según se transcribe en el libro Historia de la Plaza Lavalle, de Enrique Herz, escrita con aguda ironía, la carta decía: “Ningún interés debe tener la Dirección de Parques y Paseos en este reloj de sol, y digo esto por la forma poco sólida en que estaba emplazado y, aunque cueste creerlo, les diré la verdad. Fue traído a casa como producto de una travesura de mis hijos y denunciado a mí por un viejo servidor. Examinado que hube la interesante pieza, no puedo menos que felicitarlos, (…) que lo merecen por dos razones: primero, por haber durado cerca de cinco años el mencionado reloj en su pedestal; segundo, por haber el mismo caído en mi poder”. Sobre el final, el ocurrente autor de la misiva aconsejaba seriamente que pegaran el reloj con cemento y remataba su mensaje con un sutil chiste: “Yo, por mi parte, quise hacer uso del reloj ayer, para tomarle el tiempo a un potrillo de La Plata, pero cuando tuve todo listo, se nubló”.
De este modo, el instrumento birlado por los hijos de este buen hombre regresó a su lugar, donde lo reinstalaron con un poco más de enjundia.
Más de 80 años después de aquel incidente, el mismo reloj sigue en la misma plaza, aunque ahora más cerca de la calle Libertad. El único detalle es que, a través de los años, el accionar de trasnochados vándalos hizo que el aparato perdiera su utilidad. Con su varilla de bronce arrancada, y aunque el sol siempre esté, el reloj ya no marca las horas. Es apenas un bello objeto sobre el que se proyectan, eso sí, las sombras y las luces de cierto pasado porteño.