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Nadie sabe lo que puede un cuerpo

“Mi madre: la ocupación más ferviente y más dañina de mi vida. Nunca amaré a nadie como a ella”. La voz de Marilú Marini, poderosa, resuena en el auditorio del Malba. Lo que lee son las mismas palabras que se escuchan en cada función de El corazón del daño, la obra de teatro basada en el libro homónimo de María Negroni que se presenta actualmente en El picadero.

El martes pasado, la actriz y Alejandro Tantanian, director de la obra, conversaron con la periodista Alejandra Varela frente a un público que superó las expectativas de los organizadores y rebalsó las instalaciones del Malba.

Evidentemente, algo hay en las palabras que se dicen en cada función de El corazón del daño, en el modo en que se transforma en carnal lo que nació como texto escrito, en la recreación de un ritual que, en el caso de esta obra, se hinca en el más primitivo y decisivo de los lazos. Eso que nos une –y nos desgarra, obsesiona, condiciona, acuna, agota– con la madre.

«Y el desafío: construir un hecho teatral –escenografía, luces, música, organización del espacio, piel, voz y sustancia de la actriz– donde lo central siguiera siendo “la presencia del lenguaje”»

“Yo amaba como vos, aborreciendo”. Marini sigue leyendo fragmentos de El corazón del daño. Quienes ya habíamos visto la obra en el teatro, nos dimos el lujo de revivirla en una suerte de versión comprimida y, podría decirse, ascética. Si en el teatro la presencia más que sólida de Marilú se enmarca en una escenografía y un discurrir escénico contundente, aquí, en el Malba, durante el tiempo que duró la lectura, lo único que parecía existir era la quietud de la actriz, su voz, la belleza y la conmoción de eso que nos estaba contando.

Luego, vendría la charla. Tantanian contó detalles del trabajo de la puesta en escena; ambos discurrieron sobre la presencia –relativamente secreta– del universo de Beckett en el planteo final, cosa de “no quedar atrapados en lo anecdótico”. Y el desafío: construir un hecho teatral –escenografía, luces, música, organización del espacio, piel, voz y sustancia de la actriz– donde lo central siguiera siendo “la presencia del lenguaje”.

Fui a ver El corazón del daño un viernes de mediados de enero. Esa misma semana había visto otra obra de tono, contenido y expresión muy diferentes: Fuck me, de Marina Otero. Sin embargo, a la salida de ambos espectáculos me sobrevoló una misma frase. Fuera de contexto y con toda la arbitrariedad del caso, irrumpió la sentencia de Baruch Spinoza: “Nadie sabe lo que puede un cuerpo”.

Aplausos tras la presentación de Fuck me, de Marina Otero

En Fuck me, hay siete bailarines en escena, seis varones –buena parte de la obra, desnudos– y una mujer, la mismísima Otero: bailarina, coreógrafa, dramaturga y performer, autora de este trabajo que, como la mayoría de lo que hace, tiene una enorme carga autobiográfica.

Otero fuerza su cuerpo al extremo. Lo estrella contra las tablas, lo exhibe, lo somete a una dinámica explosiva, feroz. Casi literalmente, lo rompe. “Bailarina punk” la llamó el crítico Alejandro Cruz en este diario, y es la mejor definición para la artista, para su obra.

En Fuck me –el título es elocuente– la sexualidad está en el centro del grito, de la furia, Eros y Tánatos rabiosamente entreverados. Está la palabra, también. Así como en El corazón del daño el lenguaje se desliza a través de un vehículo como de orfebre, en Fuck me tiene el impacto de una demolición. En ambas obras, no obstante, palabra y materia se buscan entre sí, aspiran a ser indiscernibles.

Entre el público que asistió a la charla del Malba había una presencia muy particular: Isaura Verón, la psicoanalista de Marilú Marini. Convocada a integrarse a la conversación luego de que Marini la mencionara, Verón destacó una palabra: chair. Lo dijo así, en francés, porque ese idioma tiene un término donde “carne” alude específicamente a lo humano, a la piel, y también a eso que está más allá de la biología. Bailarina en sus orígenes, Marini deja que las palabras la atraviesen. “El cuerpo sabe”, dice. Y recuerda que el arte, zona abierta al enigma que nos constituye, es también el territorio donde se trabajan las heridas.

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